Fábulas y leyendas de Corea

Charan

 Algunos creen que no es posible encontrar en Oriente un amor fuerte, verdadero y abnegado, pero la historia de Charan, que data de hace más de cuatrocientos años, demuestra lo contrario: aunque conserva la dulzura del romance clásico, el escenario oriental le otorga un trasfondo exótico e interesante. En la época del rey Sung-jong (1488-1495), uno de sus hombres más destacados se convirtió en gobernador de Pyongan, la más importante de las ocho provincias en cuestión de cultura y urbanidad. Muchos de sus eruditos eran buenos músicos y demostraban habilidad en los asuntos de estado.

 En aquel entonces había allí una famosa bailarina llamada Charan. Era muy hermosa y cantaba y danzaba para deleite de sus espectadores. Poseía además un gran intelecto, pues comprendía los clásicos y estaba familiarizada con la historia. Era la más brillante, famosa y renombrada de todas las gisaeng1 . El gobernador tenía un hijo de dieciséis años cuyo rostro era tan atractivo que parecía sacado de una pintura. A pesar de su juventud, era un buen estudiante y poseía un amplio conocimiento de chino. Tenía un gusto excelente y apreciaba la buena literatura, así que en el momento en el que levantaba su pluma, los versos escritos resultaban admirables. 

Los Chicos Prodigos Keydong

Lo llamaban Keydong (Chico Prodigio). El gobernador no tenía otros hijos, ni varones ni féminas, así que tenía todo su corazón puesto en aquel muchacho. El día de su cumpleaños, todos los altos cargos y personajes importantes acudieron a brindar por la salud del hijo del gobernador. También estaban presentes una compañía de bailarinas y un gran grupo de músicos.

 El gobernador, en un momento de calma durante el banquete, ordenó que la más bonita de las bailarinas danzara con su hijo ante los invitados reunidos. Todos los miembros de la compañía estuvieron de acuerdo en que Charan sería la adecuada, por su talento, destreza y juventud. El hijo del gobernador y la bailarina se movían como hadas, tan elegantes como el sauce al mecerse, ligeros y etéreos como las golondrinas. 

Los espectadores estaban encantados. El gobernador, muy complacido, llamó a Charan y le pidió que se sentara a la mesa presidencial para participar del banquete; a continuación le regaló unas sedas y le pidió que de ese día en adelante fuera la doncella que se ocupara de atender a su hijo. 

En poco tiempo, los dos jóvenes se hicieron muy amigos. Se convirtieron en el mundo el uno del otro. No había existido en la historia una relación tan deliciosa como la suya. Se trataba de un amor como nunca se había visto.

El mandato del gobernador

Se extendió seis años más y por eso permanecieron en el norte. Al final, cuando llegó el momento de regresar, su esposa y él estaban muy preocupados por cómo reaccionaría su hijo cuando supiera que tenía que separarse de Charan. Temían partirle el corazón con una ruptura obligada, pero no podían llevarse a la muchacha con ellos porque eso afectaría a la reputación de su hijo, ya que no estaban casados. Como no se decidían, finalmente hablaron con Keydong.

—Ni siquiera nosotros, que somos tus padres, podemos decidir por ti en asuntos de amor. ¿Qué vas a hacer? Sabemos que quieres a Charan y que separarte de ella será muy difícil para ti, pero no sería apropiado que tuvieras una concubina antes de casarte, y eso podría interferir con tus perspectivas matrimoniales y profesionales. Sin embargo, tener una segunda esposa es una costumbre común en Corea, algo que está bien visto. Haz lo que consideres mejor.

—No hay ningún problema —les contestó el muchacho—. Cuando la tengo delante, Charan lo es todo para mí; no obstante, en el momento de regresar a casa, la descartaré como a un par de zapatos viejos. No os preocupéis, por favor. El gobernador y su esposa estaban muy aliviados y comentaron que, efectivamente, su hijo era un «hombre superior»

Cuando llegó el momento de la despedida, Charan lloró amargamente, tanto que los presentes no podían soportar mirarla. Keydong, sin embargo, no mostró la más leve emoción. Su fortaleza asombró a los testigos. Aunque había querido a Charan durante seis años, no se había separado de ella ni un solo día, de modo que no sabía qué significaba decir adiós, ni qué sentiría al estar separado de ella.

El gobernador regresó a Seúl para ser presidente del Tribunal Supremo y toda la familia lo acompañó. Después de su marcha, Keydong no había dejado de pensar en Charan, aunque nunca lo había exteriorizado ni hablado de ello. Como casi había llegado el momento del examen Kam-see2 , el gobernador ordenó a su hijo que se marchara con algunos amigos a un monasterio vecino para estudiar y prepararse.

 La noche especial 

Una noche, después de terminar el trabajo del día y de que todos estuvieran dormidos, el joven salió al patio a hurtadillas. Era invierno, había nevado y la luna brillaba fría y pálida. El monasterio, en la profundidad de las montañas, estaba en silencio, así que el sonido más leve se oiría.

El joven miró la luna y sus pensamientos se tiñeron de tristeza. Deseaba tanto ver a Charan que ya no podía seguir aguantando y, temiendo perder la razón, decidió que aquella misma noche partiría hacia la lejana Pyongan. Llevaba puesto un gorro de pelo, un abrigo grueso, un cinturón de cuero y un pesado par de zapatos. Sin embargo, en menos de diez li3 ya tenía ampollas en los pies y tuvo que detenerse en una aldea cercana para cambiarse los zapatos de cuero por sandalias de paja, y su gorro caro por un ordinario sombrero de sirviente.

De este modo continuó su camino, pidiendo limosna mientras lo hacía. Por el día pasaba mucha hambre, y cuando llegaba la noche tenía mucho, mucho frío. Era el hijo de un hombre rico y siempre se había vestido con sedas y comido delicados manjares; en su vida nunca se había alejado más de un par de metros de la puerta de la casa de su padre y ahora tenía por delante un viaje de cientos de kilómetros.

Caminaba con torpeza a través de la nieve, avanzando lentamente. Nunca antes había conocido tal sufrimiento; estaba hambriento y casi muerto de frío. Tenía la ropa hecha jirones y el rostro ajado y tan oscuro que parecía un demonio. Aun así continuó, poco a poco, día tras día, hasta que al final, después de un mes entero, llegó a Pyongan. 

«He venido a ver a Charan, pero ella no está aquí —pensó el joven—. Su madre no parece aceptarme; no puedo regresar, y no puedo quedarme. ¿Qué voy a hacer?». Mientras se planteaba este dilema, se le ocurrió un plan. Había un escriba en Pyongan que, durante el mandato de su padre, lo había ofendido y había sido condenado a muerte. Sin embargo, había circunstancias atenuantes, y él se presentó ante su padre, le suplicó clemencia y consiguió el perdón para el escriba.

 

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